Mi abuela, la más resistente
Los años que viví en Ferrol, especialmente los últimos, pasé mucho tiempo con mi abuela Isabel. Me gustaba ir a su casa y hablar con ella de su vida, de las cosas que no le gustaban o no entendía de la vida moderna y de lo que quería yo para mi vida.
Cuando estudiaba en la universidad su casa era mi primera parada al regresar a la ciudad, con un estupendo plato esperándome en la mesa aunque no fuese hora de comer.
Siempre me pareció una mujer que se ocultaba en una fachada que otros había creado para ella. Una fachada poco amable de obligaciones y servicio a los demás en la que sólo aparecía como positivo su bondad y sacrificio. Y en Isabel había mucho más. De hecho, es la primera resistente de mi vida. La primera mujer que me enseñó que resistimos en la medida que podemos, de nuestras circunstancias, de nuestras alianzas. Y con un sinfín de estrategias que no parecen heroicas pero que lo son.
Isabel resistió a la pérdida de su familia, al maltrato, al interminable trabajo de cuidados, a una sociedad extremadamente patriarcal que la ocultó tras mi abuelo.A la falta de espacio para ser ella.
Se quedó huérfana muy pequeña, así que la separaron de su hermano y la llevaron a vivir a casa de su tía. Su tía, tan rica como tacaña, le dio muy mala vida hasta que llegó su abuelo a sacarle de esa casa.
Me contó mil veces que le hacían ponerse unos zapatos que ya no le servían hasta que le sangraban los pies, que se subía a los árboles para tomar fruta sin que le viesen y cómo se escondía en los armarios de la cocina para que no le pegaran. Recordaba perfectamente las palizas que esa mujer le daba, de las que sobrevivió de milagro. Es por eso que, aunque su abuelo era un desconocido, fue también un salvador.
De su niñez era ese periodo con la “Tía Furias” el que se imponía en sus recuerdos, junto con el dolor que le supuso el que le obligaran a besar de niña a su madre muerta.
Se casó a los 18 años y su vida adulta se centró en el trabajo de cuidados. 6 hijos/as, una nuera con discapacidad, su suegro, su marido y varias nietas. Decía que cuando sus hijos/as eran pequeños/as no dormía de tanto trabajo que tenía. En cocinar, limpiar, cuidar… pasó mucho tiempo. Una perfeccionista en una sociedad muy exigente para las mujeres.
A veces recordaba con pena su destino, “toda la vida trabajando”, decía, aunque la mayor parte del tiempo contaba los momentos más agradables: como cuando conoció a mi abuelo, cuando él le agarraba la mano a escondidas, las acampadas de verano con la familia, lo bueno que era el bisabuelo, los encuentros con su hermano…
Me gustaba contarle como veía yo el mundo, sin mentiras e hipocresías. Sabía que a ella lo que le importaba era que yo estuviese bien a pesar de que esto fuera viviendo de forma muy diferente a lo que ella conocía como correcto. Le gustaba confrontar su conocimiento y sus valores.
Un día, hablando de relaciones de pareja me dijo, “pues a mí no me gustaría que estuvieses un día con uno y otro día con otro”, a lo que yo respondí “no te preocupes abuela, yo no te lo pensaba contar”. Siempre se reía ante mis provocaciones con una complicidad única.
Años más tarde, cuando yo estaba en la universidad, surgió un rumor de que yo estaba embarazada. Mi abuela comentaba que bueno, que no sería algo tan grave, que yo ya era una adulta. Una prima mía le respondió “pero abuela, si María no tiene novio”, a lo que ella dijo “novio no, pero ella siempre dice que tiene muchos amigos”- Me eché a reír a carcajadas cuando me lo contaron. Se las sabía todas.
La casa de mi abuela era para mí una isla en una ciudad en la que yo me sentía marciana. Un rincón donde podía ser yo dejándola ser a ella. Ella, y no esa fachada ajena.
Isabel resistió con cariño y dulzura a una vida difícil en la que tenía pocos espacios para ser la protagonista.En la mía sí lo fue.